Foto: Carlos Becerra |
En medio de la crisis que vive Venezuela (escasez, inseguridad, costo de la vida) y las protestas de los estudiantes a las que se sumaron tres muertes, no podía dejar de pensar en cómo nuestra capacidad de comprensión se ve cada vez más escasa. Estar de cualquiera de los dos lados parece ser un impedimento per se para comprender al otro, para entender su posición y aun más importante: para respetarla.
Ayer me puse a pensar en que cada vez más la tolerancia se agota y genera unos niveles insospechados de violencia: verbal, física, psicológica. Nos convertimos en seres casi irracionales llevados por nuestras pasiones, algo peligroso en un país donde las armas son más numerosas que cualquier otra cosa.
El otro aspecto que observo es que todos parecen creer que tienen la razón, la verdad absoluta en sus manos, una falsa seguridad que les lleva a gritar sus puntos de vista, muchas veces sin detenerse a pensar en lo que el otro tiene que decir. Llegamos a los insultos, una agresión que ni siquiera tiene que ver con mi interlocutor sino mas bien con una figura superior en la que recae la responsabilidad de los procesos de una nación (sea presidente, ministro, gobernador, u otro).
Al estar en grandes grupos, en masas como las que hemos visto durante esta semana en marchas y concentraciones, se desdibuja muchas veces la identidad de cada uno, aunque también se materializan en un todo aquellas preocupaciones que nos unen. Al final la protesta es un derecho que la constitución venezolana contempla y que es aval de la democracia en cualquier parte del mundo.
Pienso que los individuos no nos podemos desviar de nuestros objetivos y la esencia de nuestros problemas. Cuando insulto al otro solo porque piensa diferente y no está de acuerdo conmigo, lejos de solucionar y unirnos en el diálogo, nos aleja del ansiado remedio.
Debo aceptar que mi lenguaje en los últimos días ha sido soez. Lloré cuando vi las fotos y videos de los caídos durante las protestas del 12 de febrero, cuando miré una tras otra las imágenes de funcionarios de la policía y la Guardia Nacional agrediendo a manifestantes desarmados, violando su juramento de protegernos. Me llené de impotencia, de indignación y rabia, los insulté en la soledad de mi cuarto y en algún momento lo hice "en voz alta" a través de mi Facebook. Esa tampoco es la solución. Y de una vez les digo que no la tengo, no todavía.
Es que me da vueltas en la cabeza durante todo el día: que si se tiene que prender la calle, que si se tiene que resistir en paz, que si esto lo resuelve es un golpe de Estado, que si la rebelión civil... Yo lo único que sé es que Venezuela no está echando para adelante, no me ofrece oportunidades reales como joven profesional, como venezolana que quiere desarrollar su carrera en un ambiente con algo de estabilidad. Los delincuentes imponen su ley de la pistola y el gobierno ha fracasado en controlar esa situación. Me siento quebrada en un país "tan rico", estafada en la "patria bonita" y agredida en el "territorio de paz".
Vamos a enfocarnos en quiénes son los verdaderos culpables y una vez que tengamos eso claro pensemos con cabeza fría qué es lo que debemos hacer y cómo. No es una tarea sencilla, pero me parece más efectivo. Estoy de acuerdo con la protesta, con aquella en la que sus ciudadanos tienen claro su fundamento, que no es mera emoción y rabia. Pensemos en eso y tratemos de dejar la palabrería estéril para otro día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario