lunes, 13 de septiembre de 2010

Una historia bajo la lluvia (Cuento 4)


En una rutina ella veía cómo se le desvanecían los días: el recorrido desde la casa en metro hasta la UCV, luego abrir el kiosco, apilar los libros envueltos en el plástico desgastado por los años, desatando así el olor añejo de los objetos guardados, que impregnaban y pintaban de color marrón todo alrededor. Con la misma expresión desenfadada, Licey lo miraba haciendo su oficio, preguntándose para cuándo lo dejaría o si sencillamente se había resignado a cumplir con sus tareas lo que le quedaba de vida.

Como un recuerdo lejano de esos que no se sabe si de verdad existieron o si son sólo producto de la imaginación, Licey dibujaba en su mente, sin necesidad de cerrar los ojos, los campos repletos de caña de azúcar y sin darse cuenta se saboreaba los labios sintiendo un dulce inexplicable en ellos. Esa era la imagen que guardaba de Trujillo, el pueblo en Perú donde había nacido su padre y al que él no había vuelto desde hacía treinta años.

-Papá, vuelve a contarme de esa vez que te escapaste de la casa y te escondiste por dos días en los cañaverales –le dijo Licey.
-Hija, estamos trabajando.
-Anda papá, a esta hora todos quieren comer, no tienen cabeza para comprar libros a la una de la tarde.
-Hoy no quiero contar historias, Licey –dijo él, tajante.

Ella no insistió pero en su cabeza una sola idea daba vueltas “papá tiene que regresar a Trujillo por lo menos una última vez”. La vida en Venezuela cada vez se hacía más cuesta arriba y la dictadura de la que él mismo decía haber huido parecía perseguirlo. Él se negaba, una y otra vez. No concebía la idea de dejar a Licey sola con los libros, aunque ella siempre le repetía que no se preocupara por eso, él sonreía y le decía “tranquila hija, Perú no me necesita, y en todo caso no se va a ir, allí seguirá para cuando decida regresar”. A Licey no le satisfacía esa respuesta pero no le quedaba más que devolverle la sonrisa y voltearse en silencio.

Una tarde de lluvia, la oscuridad se posó en los pasillos desiertos de la universidad, el silencio se hizo ensordecedor en medio de las gotas cayendo sobre la grama.
-Papá no quiero que te mueras sin haber visto por última vez el lugar en el que creciste, y mucho menos por mí.
-¿Licey vas a seguir con eso?
-Sí papá, yo sé que tú quieres regresar y tienes cómo hacerlo.
-Hay muchas cosas que no sabes, hija mía –le dijo en tono paternal y cómplice- yo no quiero regresar, no tengo por qué hacerlo.
-Pero papá, si vieras cómo se te ilumina la cara cada vez que me cuentas de La Libertad, de Piura, de todo lo que dejaste allá.
-Sí, hay muchas cosas que dejé atrás, es verdad. Pero hay muchas más que me traje conmigo y que nada, ni siquiera una dictadura me pueden quitar. Tú eres una de ellas.
Licey no pudo contener las lágrimas y en la confusión de sus pensamientos y toda la verdad de su padre no pudo más que abrazarlo. Sentía que tenía que pedirle perdón pero al mismo tiempo darle las gracias. Las gotas en sus mejillas y los brazos de su padre rodeándola eran todo en medio de la lluvia y el pasillo, mientras él le decía “esta es la época más seca del año en Trujillo, déjame que te cuente una historia”.

Cámara en silencio (Cuento 3)


Ya de entrada, el desacuerdo de su esposo ante el viaje era un presagio. Romina deseaba profundamente esos quince días para hacer lo que más amaba: coleccionar momentos con su cámara fotográfica; además llevarle la contraria a su compulsivo compañero de vida era un extra bastante agradable.
El recorrido empezó a documentarse en Barquisimeto, en Lara, el conocido estado musical. Los clics y flashes se mezclaban con la artesanía, la gente y los acordes de un cuatro, cuando sucedió lo inesperado.

-Eh… Romina ¿no?
-¡Sí, hola! -contestó.
-Disculpa el abuso, sé que no nos conocemos mucho pero me dijeron que tal vez tengas una memoria extra que me puedas prestar.
-Claro, no te preocupes. Ya te la doy –dijo Romina, mientras buscaba en su bolso que tenía dentro toda clase de cosas.
-¿Para qué es todo eso, pretendes hacer un atentado o ir a una guerra? –preguntó Javier en tono de broma.
-No, vale –sonrió- dicen que mujer precavida vale por dos –mientras le entregaba el pequeño chip.
-Es verdad, así dicen. Y gracias, Romina, me acabas de salvar.

Después del pequeño encuentro Romina estaba contrariada, con esa sensación de cuando tienes todas las piezas del rompecabezas sobre la mesa, pero sientes que te falta una. Por alguna razón Javier siempre le había parecido un hombre retraído y antipático hasta ese momento. En su mente, cada vez que lo veía en las clases de fotografía, se paseaba el mismo pensamiento: “tan bonito el muchacho y tan repelente”.

Los días fueron pasando rápidamente y entre cada ciudad, pueblo y paisaje que visitaban, Romina y Javier se acercaban más. Se daban cuenta de que tenían cosas en común además del pasatiempo que los unía en ese momento: tenían esa mezcla de ser rockeros tropicales. “No concibo mi vida sin Guaco, pero U2 tiene a veces esa capacidad de devolverme el alma al cuerpo”, decía Romina mientras Javier la miraba como si algo único le hablara.

En la mente de Javier lo único que rondaba era la imagen de un beso, el roce de sus labios con los de ella era una ilusión que volvía más excitante la travesía, aunque varias veces toda aquella escena en su cabeza era interrumpida por las llamadas del esposo de Romina. Cuando su celular sonaba siempre se apartaba y no hacía más que repetir “quince días son quince días pana. No me voy a regresar todavía a Caracas” y trancaba la llamada como si con eso estuviera subiendo el telón de una obra que ella protagonizaba y que sin decir nada más, tanto ella como Javier sabían lo que sucedía.
Al anochecer Javier le mostró unas fotos y empezaron a intercambiar opiniones y comentarios. Romina encontró entre ellas –quizás por accidente, quizás no- unas fotos suyas, varias imágenes de ella como centro. Y cayeron los dos en uno de esos momentos en los que no hay que explicar nada.
-¿Sólo por esta vez? –preguntó ella.
- Sólo por esta vez –contestó él.

Se tocaron, se miraron, se rozaron, se balancearon, se abrazaron y querían aún más. Querían todo y lo tuvieron por un momento. Sólo por un momento. Ese encerrado en la cámara y en la memoria. Al llegar a Caracas no hubo más, sólo silencio. Cada quien siguió con su vida, sabiendo que su momento había pasado ya.