El calor de julio impregnaba la ciudad con furia. El bullicio aumentaba progresivamente con el paso de las horas, mientras las gotas de sudor que se deslizaban lentamente por su cuello la hacían querer tomar una pausa y mirar a su alrededor. Se detuvo y por un momento sintió que se desmayaba. Miró hacia arriba y dirigió la vista al árbol inmóvil, observó fijamente por unos segundos, cerró los ojos y bajó la cara. El calor la sofocaba y la presionaba desde la espalda como un saco de arena sobre los hombros. No había dónde sentarse, seguía de pie mientras los demás pasaban como una ráfaga a su lado.
Respiró profundo, tomó fuerza y dio un primer paso, sentía grilletes invisibles en cada tobillo. De pronto un golpe, un muchacho con morral azul y zapatos deportivos color naranja la tropieza, empujándola levementa hacia atrás. Otra bocanada de aire y con ella el segundo paso. Sus movimientos le parecían torpes, sin determinación ni sincronía. De nuevo ambas piernas en posición paralela, mirándose la una a la otra de reojo.
Tres de la tarde y contando. No había prisa, ninguna cita o compromiso pendiente, sólo el deseo de llegar a casa antes del anochecer. -¿Quién podría venir a ayudarme?, se pregunta. -¿Quién acudiría a mi llamado con sólo decir "ven"? ¿Quién? ... Un perro olfatea la parte posterior de sus muslos. Es un callejero de tamaño mediano, es marrón con manchas grises. Lo mira de lado y él responde, hay un intento de ladrido pero se ahoga en su hocico; la rodea con una vuelta desinteresada y se va.
Toma fuerza y da el tercer paso. Esta vez siente que puede seguir, continúa caminando como por defecto, casi como un acto inconsciente, puramente mecánico. No le importa: está funcionando. Se acerca a la parada del autobús y empieza a salivar mientras mira a través de la ventana un puesto vacío en el que sentarse. Duda si podrá subir los dos escalones del colectivo. Mira de nuevo hasta donde le permite su físico, buscando una mirada, pero nadie parece notar su presencia.
Se sube y se sienta. A su lado una mujer mayor con franela blanca y pantalones negros hasta las rodillas. Sobre sus piernas una bolsa plástica con varias telas de colores en su interior. Verde, azul, rosa, naranja. Lo difícil ya pasó, recuperará fuerzas en el camino y pronto podrá tirarse en su cama. La señora de las telas le dirige una sonrisa, ella le devuelve otra. Las gotas de sudor se volvieron frías y punzantes.
El autobús avanza y la mujer a su lado le habla, comenta la vestimenta de un hombre parado en la acera. Ella voltea a mirarlo y se sonríe ante la estrafalaria combinación de su traje. -¿A quién podré llamar?, volvió a preguntarse. Tal vez él vendría. "No", exclama para sí misma, "está trabajando todavía y su celular debe estar descargado".
-¿Sería que me cayó mal la comida? "Quizás sólo necesite descansar. Debería tomar los días libres que tengo acumulados". Mientras debatía razones y soluciones consigo misma sintió un vapor que brotaba desde lo más profundo de su pecho, con el estómago comprimido y los brazos caídos, sin fuerzas. "Necesito agua", se dijo, recostando la cabeza del espaldar de su asiento.
-Seguro lo que necesito es acostarme y descansar un rato, falta poco, falta poco...".
Las gotas inicialmente en el cuello ya rodaban por sus brazos y espalda, heladas como hilos de cristal. Sus ojos cerrados sorteaban parpadeos breves para ubicarse en el espacio.
-Hija, ¿necesitas ayuda?, le preguntó la señora de las telas.
-No, respondió ella mientras se desvanecía.
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