Las cosas bonitas, todas, se agradecen. Un paisaje, un sabor, un aroma, una historia, una noticia, un amor...
La verdad, no siempre todo es bonito y eso también se agradece. Creo que en algunos momentos de la vida se hace necesario percibir y asumir un poco de lo que está mal, de lo que daña la foto. La vida pide esos momentos y al mismo tiempo los proporciona.
Pensé en eso ayer cuando, en vez de tuitear una de esas curiosidades y cosas maravillosas que pasan en el mundo todos los días, compartí un ensayo sobre el abuso de poder y el racismo tan presentes hoy como hace siglos atrás.
A partir de allí reflexioné y visualicé que es imposible vivir por mucho tiempo dentro de una burbuja. Crear un mundo paralelo donde todo sea bueno y bello puede funcionar para escribir un cuento, pero no para la vida real. Y qué aburrido sería que todo fuese felicidad siempre. Que todos sonrieran siempre, que tomaran la mano del necesitado, cedieran el paso, ayudaran desinteresadamente...
Suena feo, pero lamentablemente es así. Los seres humanos por alguna razón necesitan las dificultades, los obstáculos, el sufrimiento y las derrotas.
Como siempre, extrapolé un poco la situación hacia mis escapes favoritos: la música y el cine (caben las series de televisión). Y pude constatar que allí también encaja esta teoría.
Empezando por lo primero: me encantan esas bandas sonoras nostálgicas, que te sumergen en un estado de vacío y desconsuelo, suena a drama queen, pero de verdad hay días que necesito escuchar ese tipo de música: algo así como la banda sonora de Atonement. No digo que siempre, pero hay momentos.
Con las películas se ve un poco más claro: los finales felices son muy predecibles. Y en la mayoría de los casos son poco originales. Las historias ligeras pueden llegar a aburrir. Por algo dos de mis películas favoritas son The reader y There will be blood.
Tampoco es casualidad que las series más recientes que empecé a ver sean Hannibal y Bates Motel. Sangrientas hasta niveles grotescos -sobretodo la primera- pero al mismo tiempo con una belleza artística exquisita.
Creo que el sufrimiento tiene también una belleza insospechada. Un matiz que da vida a rasgos de nosotros mismos que nunca habrían salido a la luz. Que hablan de nosotros y nos ayudan a conocernos desde lo más profundo. A explorar y sentir algo nuevo. Algo que siempre ha estado.
martes, 30 de julio de 2013
sábado, 20 de julio de 2013
Sobre el video de Famasloop
"Un medio para la libre difusión de las ideas, y así fue concebido durante la Ilustración. Esencial para el descubrimiento de la verdad"
Empezar este post con una definición de la libertad de expresión no es un intento de defender, desde el principio, a unos músicos que decidieron hablar de un tema sensible para los venezolanos en un tono humorístico.
Esa definición al comienzo es para todos: los que no están de acuerdo -y lo dicen-, los que sí -y la bailan-, incluso a los que les da igual. Es un recordatorio para los que leen estas líneas, escritas por alguien que se vio en la necesidad de expresarse al respecto.
La libertad de expresión acarrea una responsabilidad muy grande. Debemos ser capaces de escuchar, respetar, tolerar. Y digo "debemos" si es que el objetivo que compartimos es preservar el orden y la paz. Se dice fácil, pero no lo es.
Los venezolanos nos jactamos de tener un buen sentido del humor. El discurso de que los de aquí "le sacan un chiste a todo, le ven el lado positivo a las cosas y ponen buena cara al mal tiempo". Ese discurso no es del todo cierto.
El venezolano sufre el síndrome de Sheldon Cooper: no entiende el sarcasmo. Se lo toma en serio, tan en serio que puede iniciar una pelea por ello. Se ofende, se indigna ¿Dónde está el buen sentido del humor ahora?
La verdad, el sarcasmo me causa risa cuando no tiene nada que ver conmigo, con mis problemas -o en este caso- con mi país. ¡Qué fácil! Asi cualquiera ¿no? Me rio de los chistes en Saturday Night Live o de Chelsea Handler, que llegan a ser ofensivos en muchos casos, pero que como no tienen que ver conmigo no tienen importancia.
Hace unos días leí la noticia de una niña de 12 años que jugaba en uno de los equipos infantiles del Caracas Fútbol Club. Luisa se destacó tanto en esa disciplina que llegó a figurar en el equipo juvenil, rodeada de adolescentes mayores que ella. Cuando estaba jugando en el patio de su casa recibió un tiro de escopeta en el pecho. Murió más tarde en un centro asistencial.
No hay nada gracioso en esa noticia y cualquier comentario que se quiera escabullir en esa dirección no llegará a doblar la primera esquina. Cuando Famasloop decidió interpretar junto a Onechot: The choro dance, no creo que hayan querido mofarse del asesinato de Luisa o de cualquiera de los venezolanos que pasan a formar parte de las estadísticas rojas.
Ellos mismos han dicho que fue la forma que encontraron para denunciar una realidad. A su modo, desde su trabajo, su arte. Es más: no creo que a estas alturas les interese mucho seguir explicándose. Al buen entendedor...
La canción me parece divertida, desde hace meses cuando la escuché por primera vez, se baila perfecto mientras dramatizas y dibujas con tus manos un revólver, pero debo aceptar que el video me desencajó un poco. Está claro que es una representación visual de la letra que ya conocía, que llevo semanas cantando, pero no sé: los disparos, los rostros golpeados me dieron en la cara.
Quizás sea una exageración producto del cansancio o de un día largo, pero el caso es que el arte -al igual que el miedo- es libre. Y para ver a otro dirigente diciendo que a los venezolanos los están matando, me quedo con el baile del choro.
Claro que hay que decirlo, claro que hay que denunciarlo, pero cada quien como quiera y pueda. La invitación no es a reirse, es a pensar qué estoy haciendo yo y qué puedo hacer para que la situación cambie. Cómo me estoy cuidando a mí y a los míos.
La molestia colectiva no es con Famasloop, es con quienes no han sabido atacar un problema grave que nos amenaza a todos. Pero definitivamente la lucha es desde todas las vías, incluida esta. Antes de que digas otra cosa dime cuál es la tuya.
sábado, 13 de julio de 2013
Ausencia en la ciudad
El calor de julio impregnaba la ciudad con furia. El bullicio aumentaba progresivamente con el paso de las horas, mientras las gotas de sudor que se deslizaban lentamente por su cuello la hacían querer tomar una pausa y mirar a su alrededor. Se detuvo y por un momento sintió que se desmayaba. Miró hacia arriba y dirigió la vista al árbol inmóvil, observó fijamente por unos segundos, cerró los ojos y bajó la cara. El calor la sofocaba y la presionaba desde la espalda como un saco de arena sobre los hombros. No había dónde sentarse, seguía de pie mientras los demás pasaban como una ráfaga a su lado.
Respiró profundo, tomó fuerza y dio un primer paso, sentía grilletes invisibles en cada tobillo. De pronto un golpe, un muchacho con morral azul y zapatos deportivos color naranja la tropieza, empujándola levementa hacia atrás. Otra bocanada de aire y con ella el segundo paso. Sus movimientos le parecían torpes, sin determinación ni sincronía. De nuevo ambas piernas en posición paralela, mirándose la una a la otra de reojo.
Tres de la tarde y contando. No había prisa, ninguna cita o compromiso pendiente, sólo el deseo de llegar a casa antes del anochecer. -¿Quién podría venir a ayudarme?, se pregunta. -¿Quién acudiría a mi llamado con sólo decir "ven"? ¿Quién? ... Un perro olfatea la parte posterior de sus muslos. Es un callejero de tamaño mediano, es marrón con manchas grises. Lo mira de lado y él responde, hay un intento de ladrido pero se ahoga en su hocico; la rodea con una vuelta desinteresada y se va.
Toma fuerza y da el tercer paso. Esta vez siente que puede seguir, continúa caminando como por defecto, casi como un acto inconsciente, puramente mecánico. No le importa: está funcionando. Se acerca a la parada del autobús y empieza a salivar mientras mira a través de la ventana un puesto vacío en el que sentarse. Duda si podrá subir los dos escalones del colectivo. Mira de nuevo hasta donde le permite su físico, buscando una mirada, pero nadie parece notar su presencia.
Se sube y se sienta. A su lado una mujer mayor con franela blanca y pantalones negros hasta las rodillas. Sobre sus piernas una bolsa plástica con varias telas de colores en su interior. Verde, azul, rosa, naranja. Lo difícil ya pasó, recuperará fuerzas en el camino y pronto podrá tirarse en su cama. La señora de las telas le dirige una sonrisa, ella le devuelve otra. Las gotas de sudor se volvieron frías y punzantes.
El autobús avanza y la mujer a su lado le habla, comenta la vestimenta de un hombre parado en la acera. Ella voltea a mirarlo y se sonríe ante la estrafalaria combinación de su traje. -¿A quién podré llamar?, volvió a preguntarse. Tal vez él vendría. "No", exclama para sí misma, "está trabajando todavía y su celular debe estar descargado".
-¿Sería que me cayó mal la comida? "Quizás sólo necesite descansar. Debería tomar los días libres que tengo acumulados". Mientras debatía razones y soluciones consigo misma sintió un vapor que brotaba desde lo más profundo de su pecho, con el estómago comprimido y los brazos caídos, sin fuerzas. "Necesito agua", se dijo, recostando la cabeza del espaldar de su asiento.
-Seguro lo que necesito es acostarme y descansar un rato, falta poco, falta poco...".
Las gotas inicialmente en el cuello ya rodaban por sus brazos y espalda, heladas como hilos de cristal. Sus ojos cerrados sorteaban parpadeos breves para ubicarse en el espacio.
-Hija, ¿necesitas ayuda?, le preguntó la señora de las telas.
-No, respondió ella mientras se desvanecía.
Respiró profundo, tomó fuerza y dio un primer paso, sentía grilletes invisibles en cada tobillo. De pronto un golpe, un muchacho con morral azul y zapatos deportivos color naranja la tropieza, empujándola levementa hacia atrás. Otra bocanada de aire y con ella el segundo paso. Sus movimientos le parecían torpes, sin determinación ni sincronía. De nuevo ambas piernas en posición paralela, mirándose la una a la otra de reojo.
Tres de la tarde y contando. No había prisa, ninguna cita o compromiso pendiente, sólo el deseo de llegar a casa antes del anochecer. -¿Quién podría venir a ayudarme?, se pregunta. -¿Quién acudiría a mi llamado con sólo decir "ven"? ¿Quién? ... Un perro olfatea la parte posterior de sus muslos. Es un callejero de tamaño mediano, es marrón con manchas grises. Lo mira de lado y él responde, hay un intento de ladrido pero se ahoga en su hocico; la rodea con una vuelta desinteresada y se va.
Toma fuerza y da el tercer paso. Esta vez siente que puede seguir, continúa caminando como por defecto, casi como un acto inconsciente, puramente mecánico. No le importa: está funcionando. Se acerca a la parada del autobús y empieza a salivar mientras mira a través de la ventana un puesto vacío en el que sentarse. Duda si podrá subir los dos escalones del colectivo. Mira de nuevo hasta donde le permite su físico, buscando una mirada, pero nadie parece notar su presencia.
Se sube y se sienta. A su lado una mujer mayor con franela blanca y pantalones negros hasta las rodillas. Sobre sus piernas una bolsa plástica con varias telas de colores en su interior. Verde, azul, rosa, naranja. Lo difícil ya pasó, recuperará fuerzas en el camino y pronto podrá tirarse en su cama. La señora de las telas le dirige una sonrisa, ella le devuelve otra. Las gotas de sudor se volvieron frías y punzantes.
El autobús avanza y la mujer a su lado le habla, comenta la vestimenta de un hombre parado en la acera. Ella voltea a mirarlo y se sonríe ante la estrafalaria combinación de su traje. -¿A quién podré llamar?, volvió a preguntarse. Tal vez él vendría. "No", exclama para sí misma, "está trabajando todavía y su celular debe estar descargado".
-¿Sería que me cayó mal la comida? "Quizás sólo necesite descansar. Debería tomar los días libres que tengo acumulados". Mientras debatía razones y soluciones consigo misma sintió un vapor que brotaba desde lo más profundo de su pecho, con el estómago comprimido y los brazos caídos, sin fuerzas. "Necesito agua", se dijo, recostando la cabeza del espaldar de su asiento.
-Seguro lo que necesito es acostarme y descansar un rato, falta poco, falta poco...".
Las gotas inicialmente en el cuello ya rodaban por sus brazos y espalda, heladas como hilos de cristal. Sus ojos cerrados sorteaban parpadeos breves para ubicarse en el espacio.
-Hija, ¿necesitas ayuda?, le preguntó la señora de las telas.
-No, respondió ella mientras se desvanecía.
jueves, 11 de julio de 2013
Cada historia contada
He estado pensando por qué me gusta que me cuenten historias. Una historia interesante me puede entretener, en algún momento podría hasta identificarme con alguna de sus partes. Una película o una canción tiene el poder de despertar sensaciones en mí, sentimientos que me llevan a redescubrir vivencias, episodios de mi vida y las de otros.
Qué pasa cuando no entiendo una historia. Intento comprender, pregunto, cuestiono, formulo hipótesis, investigo en internet, medito. ¿Es importante para mí lo que quiso expresar el autor? Depende de lo que me haya hecho sentir, de si sembró el germen de la duda, del interés, de la necesidad.
Las historias tienen -o suelen tener- un inicio, un nudo y un final. Distintos opinadores le dan mayor o menor importancia a cada una de esas partes. Yo no sé cuál será más importante, si es que eso es posibole, pero me quedo con el final porque desde el principio siempre quiero llegar ahí, no importa si no me atrapó el comienzo o si me aburrió la mitad, necesito saber cómo termina. Incluso cuando escribo me pongo ansiosa por esa última línea. No sé si será un error, creo que es comprensible y natural en el proceso creativo.
Una historia mala -para mí- es la que no inyecta suficiente, la que cuenta muchas cosas pero no profundiza en ninguna, la que flota en la superficie sin permitir que te sumerjas y te entregues. No digo que cada relato tenga que ser una tesis con antecedentes, marco teórico y referencial -aunque podría-. Sostengo que siempre hay un instante, una frase, una escena que basta para desencadenar todo. Generalmente es una emoción: sorpresa, melancolía, felicidad, amargura, miedo, amor.
Puedo identificarme con Amelie y su temor a terminar la vida completamente sola. Me sentí cercana a la desesperación de Hilary Swank en Million Dollar Baby por aprender a boxear y tener éxito en esa carrera aunque todo estuviera en contra. No hace falta que sepa de boxeo o tenga 34 años. Todos hemos sentido miedo, decepción, rencor, orgullo, y allí está la clave en la historia, hacer esa emoción lo suficientemente honesta y creíble para que el lector o el espectador sea tocado por ella.
Hay veces que no entiendo a primera vista lo que alguien quiso decir y aunque no haya sido del todo placentero el relato, siento la necesidad de descifrarlo. Hay tanta magia y arte en contar una historia, pero sobretodo en diseñarla y darle vida.
Aunque todos los días digo que la realidad siempre supera a la ficción: la imaginación y la inspiración tienen un poder infinito para maravillarnos hasta lo más profundo de nuestro ser. Contemos la que no se ha relatado todavía, la que no entendemos del todo, la nuestra.
Qué pasa cuando no entiendo una historia. Intento comprender, pregunto, cuestiono, formulo hipótesis, investigo en internet, medito. ¿Es importante para mí lo que quiso expresar el autor? Depende de lo que me haya hecho sentir, de si sembró el germen de la duda, del interés, de la necesidad.
Las historias tienen -o suelen tener- un inicio, un nudo y un final. Distintos opinadores le dan mayor o menor importancia a cada una de esas partes. Yo no sé cuál será más importante, si es que eso es posibole, pero me quedo con el final porque desde el principio siempre quiero llegar ahí, no importa si no me atrapó el comienzo o si me aburrió la mitad, necesito saber cómo termina. Incluso cuando escribo me pongo ansiosa por esa última línea. No sé si será un error, creo que es comprensible y natural en el proceso creativo.
Una historia mala -para mí- es la que no inyecta suficiente, la que cuenta muchas cosas pero no profundiza en ninguna, la que flota en la superficie sin permitir que te sumerjas y te entregues. No digo que cada relato tenga que ser una tesis con antecedentes, marco teórico y referencial -aunque podría-. Sostengo que siempre hay un instante, una frase, una escena que basta para desencadenar todo. Generalmente es una emoción: sorpresa, melancolía, felicidad, amargura, miedo, amor.
Puedo identificarme con Amelie y su temor a terminar la vida completamente sola. Me sentí cercana a la desesperación de Hilary Swank en Million Dollar Baby por aprender a boxear y tener éxito en esa carrera aunque todo estuviera en contra. No hace falta que sepa de boxeo o tenga 34 años. Todos hemos sentido miedo, decepción, rencor, orgullo, y allí está la clave en la historia, hacer esa emoción lo suficientemente honesta y creíble para que el lector o el espectador sea tocado por ella.
Hay veces que no entiendo a primera vista lo que alguien quiso decir y aunque no haya sido del todo placentero el relato, siento la necesidad de descifrarlo. Hay tanta magia y arte en contar una historia, pero sobretodo en diseñarla y darle vida.
Aunque todos los días digo que la realidad siempre supera a la ficción: la imaginación y la inspiración tienen un poder infinito para maravillarnos hasta lo más profundo de nuestro ser. Contemos la que no se ha relatado todavía, la que no entendemos del todo, la nuestra.
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