sábado, 29 de septiembre de 2012
Sepia
Ella despertó con la imagen de aquel sueño danzando en sus pensamientos. No recordaba algún escenario más bello que su imaginación hubiera podido brindarle en aquel tiempo.
Siempre había creído que lo sublime era la unión de lo cotidiano junto a lo bello, cuando lo que se ve todos los días -lo cercano- recibe pinceladas absurdas evocando deseos que ni siquiera sabíamos que existían.
Aquel paisaje estaba pintado en sepia, había un desorden, un tumulto de gente realizando sus tareas, que le recordaba un poco el caos de su ciudad: Caracas. Sin embargo, los colores, una música que no pudo definir y los rostros que la miraban le decían que no estaba en su natal Venezuela.
Esa mañana al abrir los ojos y recordar los detalles de aquel viaje en su inconsciente la hicieron llorar; no sabía por qué, no sabía lo que sentía, quizás nostalgia, quizás tristeza... quizás alegría.
A orillas del río Sena, en algún lugar de aquella Francia que no conocía pero con la que compartía una extraña conexión, ocurría la magia. Era una buena fotografía -color sepia, no hay que olvidar-.
Su abuelo sentado en una silla de madera se rasuraba la barba con espuma y hojilla, como los barberos de las películas. Su abuelo, al que no veía desde hacía seis años tras despedirse por siempre.
Las conversaciones que ella había tenido con él sola en su cama, hablando en voz alta rogando que la escuchara, volvieron todas juntas. No está segura si él la miró o notó siquiera que ella estaba ahí, pero sujetándose el corazón en una mano, sonrió.
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