domingo, 8 de agosto de 2010
Sueños añejados (Cuento 2)
Raquel estaba sentada en el sofá de la sala cuando de repente miró una mancha castaña justo al lado del cojín. Eso bastó para enfurecerla amargamente: empezó a respirar apresuradamente y su terso rostro se tornó colorado. Miriam la miraba inmóvil desde la puerta de la cocina y no fue hasta que dejó de replicar y gritar cuando le preguntó, “¿por qué estás arrecha?”.
Raquel enmudeció. Se sentó derrotada y tapó la mancha con el cojín. “Román se fue a Mérida, no sé que le costaba esperar hasta hoy. Nunca le exijo nada, sólo le pedí que esperara. Se fue y tengo esta angustia que no me deja comer, ni dormir, ni nada”. “Tranquila –le contestó Miriam- te voy a preparar un té”.
Raquel encendió el televisor mientras sonreía tristemente resignada. Estuvo un rato más sentada, se tomó el té y se quedó dormida, no como si cayera en un sueño placentero, sino como un soldado vencido por el agotamiento.
“¡Raquel despierta!”, gritó Miriam. Raquel alcanzó a escuchar que el presidente de Corpoandes, Román Eduardo Sandía, iba en la avioneta que hasta el momento permanecía desaparecida. Miriam, con las manos en el pecho, miraba de reojo a Raquel que ni siquiera lloraba, al contrario, su cara no mostraba expresión alguna. El amor de su vida, el padre de su hijo, su compañero estaba desaparecido o algo peor, y ella estaba serena.
Raquel se levantó y fue a su habitación, tomó el teléfono y llamó a la casa de Román en Mérida. “Buenas noches, por favor con la señora de Sandía… sólo dígale que su esposo está vivo y yo sé dónde está”. Raquel colgó, se acostó en la cama y durmió profundamente.
Esa noche soñó que estaba con Román en una playa y que caminaban tomados de la mano por la orilla mientras las suaves olas acariciaban sus pies. Ella sentía que estaba vivo, necesitaba sentirlo y nada ni nadie haría que eso cambiara.
Pasaban los días, las semanas y cada mes Raquel llamaba a la esposa de Román para contarle de su paradero. De vez en cuando cambiaba la ubicación guiada por sus sueños de reencuentro. Si soñaba que estaban frente al mar, decía que se encontraba las islas griegas –siempre habían querido ir allí-.
Así pasaron más de tres décadas, las llamadas se hicieron una costumbre pues Raquel las convirtió en su religión. Ella nunca se sintió culpable por lo que hacía, no se trataba de torturar ni atormentar, era más que eso: mantenía vivo a Román, no importaba dónde se encontrara, ella necesitaba que estuviera vivo en la mente de los demás como en sus sueños, así él regresaría.
Un día de marzo, fecha en la que Raquel cumplía sesenta años, recibió un regalo digno de tal ocasión. Por equivocación había sido hallada la avioneta Cessana YV-O-CAD Sky Master, donde se encontraron los restos del capitán de la aeronave y su único pasajero, Román Eduardo Sandía Briceño.
La mejilla derecha de Raquel se humedeció, se secó con la mano y la miró fijamente. Durante más de treinta años nunca había llorado. Nunca. Ese día lo hizo hasta secarse. No porque estuviera muerto, sino porque ahora todos lo sabían.
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