Camila, siempre Camila. Me gustaría abrazarla, contener su fuerza entre mis brazos y calmar la tormenta que crece dentro de ella. Siempre como un huracán, esperando desatar su ira contra los que estamos a su alrededor. Mirando como si traspasara con miles de alfileres a través de sus ojos castaños.
Me gustaba cuando podía llevarla de la mano, hacerla reír y sobretodo hacerle creer que la inteligente era yo con cualquier comentario con ínfulas de importancia y superioridad.
Siempre Camila. Siempre supo cómo hacerme molestar, esa habilidad no la desarrolló con los años, quizá la fue afinando, pero nació con ella, es parte de su ADN, igual que la rapidez con que me hace olvidar. Mis labios apretados y mis ojos de animal antes de realizar su ataque duraban lo que tarda un niño en sonreír ante un dulce. Lo veía como una debilidad, como algo malo. Ya no estoy tan segura.
Llegué a pensar que padecía un síndrome de bipolaridad gracias a ella. Pasaba de detestarla con fervor a quererla y adorarla sin límites. De desearle una dolorosa lección de humildad a todos los regalos maravillosos posibles. Mientras me arrepiento de haberle gritado y lanzado insultos, me daba nuevas razones para desear que le cayera un yunque de esos de mentira, como el de las comiquitas, que aplastaban por completo pero solo para detenerlos por un rato.
Ella sigue creciendo y con ella una bestiecita indomable, independiente, con fuerza pero con miedo a la vez. He llegado a pensar que es miedo a ser mayor, a dejar el nido, a tomar el papel que se supone debe interpretar. Yo sigo a su lado, como un domador de leones, que varias veces ha recibido arañazos por la espalda pero que sigue tratando de sacar lo que cree es lo mejor. Allí estará y aquí seguiré.
Camila, siempre Camila.
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