miércoles, 14 de noviembre de 2012

Aquí



¿Te acuerdas de lo afortunado que eras? La felicidad que te embargaba al escuchar esa canción, la de tonos que te llevaban a otra época. El abrazo de papá. El olor de la tierra mojada cada vez que llovía en casa de tu abuela y te asomabas a la ventana. La solución siempre estaba a pocos pasos, al estirar la mano y levantarse en puntilla de pies.

Escucho la canción y me siento allí de nuevo. Sonrío en silencio, cierro los ojos y me acaricio el cabello con el borde de los dedos. Una brisa me sopla en el cuello y recuerdo la playa.

Tras tres minutos, la ciudad me cambió las señas. Se abrió paso entre el trabajo y las responsabilidades, esas con las que no me gusta lidiar todos los días.

Reconocí las noticias en la televisión, el tráfico en la calle y un bullicio en el aire. Mis caminatas bordeando el asfalto, esquivando personas a toda velocidad y que no sigue normas simples, avanzando por el lado derecho, el izquierdo y el central. Gritando de una acera a la otra, una señora ríe a carcajadas mientras le sirve un café directo del termo a la mano de un motorizado. Guayoyito.

Hay una norma implícita: andar rápido. Yo misma camino a las carreras y si me detengo un segundo siento que estorbo, algo está mal ¿Qué es? ¿Por qué tengo esta sensación? Me sumerjo de nuevo en la música, me pongo los audífonos y todo vuelve a tener sentido.

Viajo a mi infancia, a mis momentos más tranquilos, a la felicidad en mis 24 años. Ahora. Al amor de mi vida, a la sonrisa y las frases llenas de dulzura. A las caricias que vienen en llamadas telefónicas y gestos a metros de distancia. A los juegos en el estadio, las películas en el cine y en la casa, acostada con el mundo a mis pies.

Tengo calma mientras camino. Respiro, Escucho. Ayer sonreí sin parar por tus tonterías, los jueguitos y chistes. No extraño mucho mi infancia. La canción la tengo aquí.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Camila, siempre Camila

Camila, siempre Camila. Me gustaría abrazarla, contener su fuerza entre mis brazos y calmar la tormenta que crece dentro de ella. Siempre como un huracán, esperando desatar su ira contra los que estamos a su alrededor. Mirando como si traspasara con miles de alfileres a través de sus ojos castaños.

Me gustaba cuando podía llevarla de la mano, hacerla reír y sobretodo hacerle creer que la inteligente era yo con cualquier comentario con ínfulas de importancia y superioridad.

Siempre Camila. Siempre supo cómo hacerme molestar, esa habilidad no la desarrolló con los años, quizá la fue afinando, pero nació con ella, es parte de su ADN, igual que la rapidez con que me hace olvidar. Mis labios apretados y mis ojos de animal antes de realizar su ataque duraban lo que tarda un niño en sonreír ante un dulce. Lo veía como una debilidad, como algo malo. Ya no estoy tan segura.

Llegué a pensar que padecía un síndrome de bipolaridad gracias a ella. Pasaba de detestarla con fervor a quererla y adorarla sin límites. De desearle una dolorosa lección de humildad a todos los regalos maravillosos posibles. Mientras me arrepiento de haberle gritado y lanzado insultos, me daba nuevas razones para desear que le cayera un yunque de esos de mentira, como el de las comiquitas, que aplastaban por completo pero solo para detenerlos por un rato.

Ella sigue creciendo y con ella una bestiecita indomable, independiente, con fuerza pero con miedo a la vez. He llegado a pensar que es miedo a ser mayor, a dejar el nido, a tomar el papel que se supone debe interpretar. Yo sigo a su lado, como un domador de leones, que varias veces ha recibido arañazos por la espalda pero que sigue tratando de sacar lo que cree es lo mejor. Allí estará y aquí seguiré.

Camila, siempre Camila.