Me gradué. Pasó el jueves. Los actos previos le hicieron la antesala: la firma del acta y la misa de grado, eventos que entre nervios y emoción me tomaba como la cuenta regresiva del día que no llegaría. Es decir, quería quedarme en esos flashes, en la celebración de espera, en el limbo que significa estar esperando el día. Al final me golpeó directo en la cara, más pronto de lo que deseaba. Los días de preparación parecían no haberme preparado en lo absoluto. Pero allí estaba mirándome: el gran jueves 28 de julio.
Peluquería, maquillaje, salir dos horas antes...definitivamente no me daría tiempo de pensarlo mucho. Sin embargo, entre una felicitación y otra tuve chance de llorar un poco de nostalgia, solo un poco. De pensar en quién era hace 5 años y quién soy ahora. ¿Acaso he cambiado o soy la misma que en vez de 18 tiene 23? De pensar en lo bueno, en lo mediocre, en lo triste, lo sublime, el desamor, la gloria, los que están y los que ya no. ¿Es de verdad como me lo había imaginado?
Allí estábamos, con nuestras togas y bonetes, nerviosos y con miradas cómplices. ¿Cómplices de qué? De las trampas en los exámenes, de la nota que me sudé, de los desvelos, de aquel discurso o clase que nos marcó la vida, de aquella vez que reparamos historia de la cultura, de la fiesta, de las peleas, de los sueños, del miedo, de lo que vendría. ¿Qué vendría?
Me gradué. Hice un juramento. Tengo un título. Parece fácil, pero siguen las interrogantes flotando, dándoselas ellas de interesantes. Me gusta pensar que estarán allí por mucho más tiempo y que cuando ya no estén, habrán otras para suplantarlas. Sólo tengo una respuesta en este momento. ¿La graduación fue como me la había imaginado? No, fue mucho mejor.